La víspera del día del amigo tuve el privilegio de leer,
antes de su publicación en las redes, el poema Venezuela te puso don Américo,
de Julio Fernández Baraibar. Superada la conmoción, tras varios y cada vez más
deslumbrados repasos de esta obra, concluyo que nadie debería omitir la
experiencia luminosa de conocerla.
Dice su CV que mi amigo J.F.B. es, entre
otras cosas, historiador. Lo es, doy fe, a punto tal que se atreve a indagar en
la genealogía de Venezuela desde los tiempos anteriores al tiempo. A partir del
Mesozoico (hace unos 200 millones de años, nomás), reconstruye el recorrido
geocronológico de esa porción del territorio caribeño, hasta llegar a este
presente en el que el país ha devenido centro de una campaña mundial de
estigmatización política. Tanto que cualquier chichipío, ignorante de la tierra que pisa y hasta de su propia
identidad, repite como si supiera que “hay que
sacar de allí al dictador Maduro” o que “EEUU nos defiende del riesgo de
convertirnos en Venezuela”.
Mi entusiasta recomendación de la obra de Julio que motiva
esta reseña se funda menos en los consistentes saberes que mi amigo tiene como
historiador que en sus dotes como poeta. Porque su Venezuela te puso don Américo
no es solamente un relato con categoría de arte mayor. Es un compacto metafórico
de potencia radiactiva, como solamente el lenguaje poético puede contener y
liberar, ante la comprensión del lector, a la manera de la fisión y reacción en
cadena de un núcleo atómico. Porque ésa es la cualidad que la alta poesía
comparte con la física y a partir de la cual sirve a la historia tanto como a
otras disciplinas que necesitan cuantiosos volúmenes teóricos para decir lo que
unos versos inspirados pueden sintetizar.
En dieciocho cantos o episodios, esta oda con vocación de
cantata empieza evocando la conformación del subsuelo jurásico cuyo lecho
petrolífero terminaría convirtiendo el territorio en objeto de la actual
codicia imperial. En su potente recorrido, el poema va relevando (y revelando)
los hitos mitológicos, políticos, sociales y culturales que fueron construyendo
la identidad de la tierra definida como Pequeña Venecia por Américo Vespucio, el
comerciante explorador que repartió nomenclatura por estas tierras que Europa
pretendió descubrir, a fines del siglo XV. La travesía se demora en momentos y
personajes fundantes: la crueldad de la conquista, los padeceres y estallidos
populares, las intrigas imperiales y su codicia depredadora, la estatura épica
y humana del Libertador Bolívar y la sobrehumana del Comandante eterno Hugo
Chávez.
El poema se extiende a lo largo de 371 versos de áspera, expresiva y deliberada asonancia, como áspera y disonante hasta la crueldad ha sido la historia de la conquista, el genocidio, la voluntad emancipatoria, los sucesivos mestizajes y la construcción de la identidad suramericana, de la que Venezuela es hoy emblemático y sacrificial paradigma. La estética elegida no es arbitraria ni solamente ornamental sino que suma significado, a veces hasta en sutil discrepancia con el concepto enunciado, generando una tensión de fuerte expresividad. Ocurre otro tanto con la métrica, que alternativamente acorrala la idea en un estrecho
pentasílabo o la derrama en largos fraseos de prosa poética. Las referencias a personajes, locaciones, episodios o voces coloquiales de la idiosincrasia venezolana unen riqueza simbólica y austeridad descriptiva. Los regionalismos y arcaísmos utilizados conviven, a veces de modo inesperado, con desacatados porteñismos o con anglicismos de colonial procedencia.
Toda la
arquitectura formal y conceptual de esta obra reúne los valores de un acabado rigor en las referencias históricas, un exquisito dominio
de las potencialidades del idioma y un genuino compromiso con la larga, dura y obstinada marcha de los
pueblos de Nuestra América hacia su inexorable liberación. Pero sobre todo, se
proyecta en un vuelo que solamente puede ganar semejante altura si es impulsado
por una exquisita inspiración.