CIUDAD NUCLEAR
Levantar la vista de la lectura para contemplar la otra punta de la bahía era el corte más saludable y placentero en el trabajo que nos competía como jurados. El día era diáfano y, en aquella franja de tierra que a lo no tan lejos se veía entrar en el mar, como abrazándolo, era fácil divisar la silueta de edificaciones. Entre ellas, destaca una construcción prominente y abovedada. “Es el reactor de la Ciudad Nuclear”, responde a mi pregunta la muchacha morena y sonriente que arrastra el carrito de la limpieza sobre el que lleva, junto con la botella de detergente y los trapos de piso, un ejemplar de Ernesto Guevara, también conocido como El Che, la voluminosa biografía escrita en casi 1000 páginas por Paco Ignacio Taibo II. “Lo llevo para mi niño, tiene cinco años ahora, pero crecerá”, dice orgullosa señalando el libro que le regalaron.
El reactor nuclear de Juraguá, hoy convertido en chatarra. |
Maqueta de lo que debió ser la CEN. |
En su recorrida por las calles de Juraguá, mi hija refiere semejanzas con tantos pueblos del interior de la Argentina que en los 90 perdieron el tren, las consecuentes fuentes de trabajo y parte de su población. La Ciudad Electro Nuclear o CEN, -que así sigue llamándose lo que queda de lo que debió ser una gran urbe-, fue un proyecto conjunto de Cuba y la entonces URSS que empezó a levantarse en 1976 con vistas a dotar a la isla de dos potentes generadores de energía termonuclear. El emprendimiento terminaría con la dependencia de la importación petrolera, dificultada por el bloqueo estadounidense, y generaría nuevos y calificados puestos de trabajo. Cientos de ingenieros y técnicos cubanos se perfeccionaron en la Unión Soviética mientras se construían 4.200 viviendas, además de parques, escuelas y clubes deportivos para albergar a las familias de quienes trabajarían en la planta. En 1982 se inauguró con enorme expectativa. Faltaba poco para finalizar la construcción y poner en funcionamiento el primer reactor, pero ya la dinámica orientada al autoabastecimiento energético estaba a punto de concretar el sueño.
La caída de la URSS en 1989 abortó esa y otras posibilidades de desarrollo. Desde entonces, la población activa busca trabajo en localidades cercanas y los jóvenes tienden en su mayoría a migrar, lo que sumado al paisaje del viejo reactor convertido en chatarra y los edificios sin terminar va reduciendo aquel enclave a un pueblo fantasma. Pero a pesar de todo muchos siguen residiendo y resistiendo con lo que les queda de aquel ideal, apostando a recuperar el proyecto y volver a empezar.
¿Voluntarismo, quimera o nuevo desafío? Para un pueblo que desde hace casi seis décadas viene ganando batallas éticas contra un asedio criminal y que sigue defendiendo su dignidad contra la hostilidad económica, política y mediática internacionales, me inclino a pensar que lo imposible entra en su horizonte de posibilidades.
Si no fuera así, la por ahora frustrada Ciudad Electro Nuclear no seguiría presente en el imaginario de sus creadores, como pudimos comprobar quienes asistimos a la representación de la obra teatral Zona. Escrito y dirigido por Atilio Caballero, artista residente en la CEN, el espectáculo no me pareció teatralmente logrado, sobre todo en lo referido a la puesta en escena. Pero aportó un documento valioso sobre las subjetividades, contradicciones y debates que, sin censura, con libertad y valentía, afronta la sociedad cubana ante sus propios problemas.
La pieza presenta de manera fragmentaria a distintos personajes de ficción inspirados en los habitantes residuales de lo que debió ser una ciudad del futuro. Pero la singularidad está dada por que los referentes reales están presentes en la sala. Sentados en primera fila, están habilitados por el director para levantarse de sus butacas e interrumpir el curso de la obra cuando lo deseen, para dar su testimonio, con la sola condición de que no supere los dos minutos. Hay quien evoca una anécdota, hay quien ofrece su alegato en ruso, sin traducción, y hay una mujer de rasgos orientales que en dos ocasiones usa sus dos minutos para cantar arias de óperas. Es la soprano Natalia Nikolaevna, residente en la CEN desde que, a principios de los 80, en su Kasajistán natal (ex URSS), se enamoró de un ingeniero cubano que estaba especializándose para trabajar en el reactor de Juraguá. Se instalaron juntos en la ciudad nuclear, tuvieron un hijo, pero terminaron separándose. El fracaso amoroso sumado, tal vez, al del megaproyecto cubano-soviético y a su propio desarraigo, afectó el equilibrio emocional de la mujer que, desde hace algunos años, sobrevive con un modesto subsidio oficial más lo que obtiene ofreciendo por las calles su canto a capella y una balanza que arrastra de un piolín, con la que el vecindario pesa desde un niño hasta una bolsa de arroz. La vulnerable condición de esta mujer, que en la ficción se llama Ekaterina, encarna la de la ciudad que habita. Sin embargo, el Estado cubano protegió a su hijo, que es hoy eminente primera figura del Ballet de Santa Clara.
Volviendo a la obra de Atilio Caballero, se trata de una creación que pone en debate el delirio y la frustración de quienes están hoy atravesados por esos sueños rotos, a la vez que subraya el extrañamiento y las contradicciones de la historia. Cuando termina la función, actores y personajes reales se mezclan con el público en el pequeño hall del teatro y en la vereda. Todos tienen muchas preguntas y algunas respuestas disponibles para intercambiar. El hombre de overol azul se presenta: “Soy electricista y hasta que el proyecto se cerró puse ahí mi trabajo y mi pasión, como muchos de mis compañeros. Y sigo confiando en el proyecto de la CEN, creo que no está perdido para siempre”, confía, entre la ingenuidad y la osadía. Conmovidas, mi hija y yo arrancamos hacia el autobús que nos espera para regresar al hotel mientras evocamos, salvando las distancias, la anécdota ya legendaria de 1956, tras una durísima jornada en la que el ejército del dictador Batista había diezmado a los jóvenes revolucionarios. Fidel se encuentra con su hermano y le pregunta: “¿Cuántos fusiles traes?” Cinco, contesta Raúl, a lo que el Comandante responde: “Y dos que traigo yo, siete. ¡Ya ganamos la guerra!”
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